-¡Amaos los unos a los otros mis huevos! yo he odiado y odio, por eso estoy aquí.
-Debes entender, Vicente, que el Señor nos pone pruebas; ya fallaste una vez, pero su bondad es tan inmensa que te brinda otra oportunidad para que te reivindiques y te arrepientas de tus pecados. No te pido otra cosa, nada más que te arrepientas, incluso va a hacerle bien a tu salud mental.
-No Chema, la verdad no puedo arrepentirme, estoy seguro que no erré, la cárcel es de la chingada y ya estoy pagando por mi crimen, no creas que no estoy consciente de lo que hice, pero la neta no me arrepiento, pinche bruja se lo merecía y si reviviera lo volvería a hacer.
-Allá tú. Te traje el Libro de Serna que me pediste.
José María, el párroco de la iglesia de Santa Mónica, a pesar de estar fuera de su jurisdicción, prestaba los servicios clericales en el penal de San Carlos. Los domingos oficiaba misa y confesaba a los convictos, los martes y los jueves daba clases de griego a los únicos cuatro reos que les interesaba lo suficiente, entre ellos Vicente, o les causaba menos tedio que quedarse en sus celdas, entre ellos Vicente también; además, una vez cada 3 meses organizaba retiros en los que podían participar las familias de los presos.
El padre Chema, de haber podido, no hubiera elegido la carrera eclesiástica, había sido un hijo promedio de una familia católica regular. Tenía calificaciones mediocres, jugaba futbol los fines de semana e independientemente del marcador se emborrachaba con el equipo, jugaba super nintendo bajo el efecto de la mariguana, pero su más grande afición, lo que lo diferenciaba del grueso, era su gusto por el estudio, la lectura y la escritura. Dependiendo de su humor leía a Schopenhauer, a José Agustín, a Borges, a Cicerón, a Navokov, a san Agustín, a Rius… de hecho en su actual residencia había más libreros que la suma del resto de los muebles; también dependiendo de su humor escribía sonetos, alejandrinos, haykus, ensayos, cuentos o artículos.
Cuando José María estuvo en edad de elegir profesión, su miope y controladora madre, quien deseaba lo mejor para su vástago -¿qué otra cosa puede desear una buena madre?-, le dio 3 opciones: médico, abogado o ingeniero, naturalmente ninguna le gustaba y en ninguna hubiera sido bueno, no soportaba ver cómo ponían una vacuna, menos iba a poder ponerla, era demasiado recto para ser abogado y tenía demasiado ingenio como para ser ingeniero. José María quería dedicarse a la filosofía, al estudio de las ideas, sobre todo le interesaba dar razón de su existencia, al grado de repudiar a Descartes por tibio: “cómo no voy a poder dudar de que existo, puedo y de hecho lo hago, y por supuesto que es rasonable dudar de ello… a huevo”.
La solución que encontró fue volverse sacerdote, su madre desde luego estuvo de acuerdo y lo ingresó al seminario, a la postre se ordenó como sacerdote agustino, pues, en sus tiempos mozos, disfrutaba sobre manera el estudio del padre de la iglesia.
Siendo un cura culto, a pesar de su vocación de servicio a la sociedad, no se sentía identificado con los internos, se preocupaba por ellos, sí, y a su modo buscaba ayudarlos, más a pesar de encontrar en sus personas problemáticas importantes, no despertaban en él la sana curiosidad del humanista, que se reconoce en el otro, y en él descifra su propia naturaleza, hasta que conoció a Vicente.